5/1/10

Adelanto



Introducción: al diván en la segunda sesión.

Un buen momento para la escritura es el desvelo. Si, justo eso. Levantarse de la cama, buscar el slip, el pantalón y sólo deslizar los pies hasta fuera de la habitación. Pienso que tal vez si me hubiera quedado acostado estaría durmiendo pero no tendría el placer de estar escribiendo esto y quizá la pérdida de tiempo entre pensar antes de dormir es la inquietud que me llevó hasta este preciado momento. Lo ideal, luego de dar ese paso, es preparar algo para beber: mate, Gancia, descorchar una botella de vino, una cerveza o lo que sea…pero beber y de vez en cuando fumar, también lo que sea. Y todo ello a modo de festín individual, como tiene que ser, placer que desde lo individual deviene en colectivo.
No encuentro el sentido específico de estas palabras, por ahora, pero el camino emprendido desde el párrafo anterior me lleva a deducir que el relato deviene en un artilugio de letras que algo quieren decirme, decirnos. Y eso ya tendría que saberlo el o la que lee. Salvando la obviedad de lo mencionado, me encuentro en la plenitud de la búsqueda hacia el porqué de todo esto y la verdad que no recuerdo mucho de la infancia como para indagar en el tiempo lejano y pasado desde donde se mire.
Un poco de rock and roll para levantar la noche que viene en picada junto a mi mente.
Todo esto a modo de introducción para lo que a continuación no pretende transformarse en un verso coherente desde el punto de vista formal. Esta bien, sé que existen ideas que no tengo que expresar, pero lamento decir que esa no esta en mi naturaleza. De ahí que la libertad se convierta en cada instante en el pedestal en que me apoyo a cada rato. Aunque choque con aquellos seres “queridos”, sean estos por elección o no. Del pensamiento a la acción hay un segundo o menos de decisión, buscando la libertad la acción se vuelve cotidiana. Si tan sólo pudiera recordar en qué asqueroso momento todo comenzó a irse de mis manos podría traer un poco de claridad a todas estas oraciones.
La psicoanalista no logró mucho conmigo. El haber tenido alguna que otra herramienta intelectual no hizo más que llevarme al diván en la segunda sesión. De ahí en más todo era un juego entre mis deseos reprimidos y la plata que tenía y que no sabía bien si gastar en más drogas o en prostitutas. Buceamos un poco en la niñez, un poco de recuerdos de la adolescencia y hasta mis días de estudiante universitario. De todas formas siempre estaba convencido de que los recuerdos, que se suponía ayudarían a la comprensión de mi tendencia pseudo-suicida pero más que nada depresiva, eran el producto de una construcción que se acomodaba a lo que tal vez creía que la psicoanalista debía anotar en sus hojas. Escritos que con buena intención, siempre imaginé los dibujos que la licenciada realizaba mientras yo hablaba como pelotudo mirando al techo o viendo mis pies, serían surrealistas. Recuerdo que mientras desataba la bicicleta amarrada a un cartel cuya leyenda era “prohibido estacionar”, una lágrima se escapo de mis ojos. Ese día decidí ir a visitar a un amigo y fumar un poco de hierba y charlar, charlar largo y tranquilos. Eso fue mejor que un par de meses acostado hablándole a una total desconocida. El dios burgués o de la clase media argentina, llamadle como queráis, ya había dejado de seducirme y mi dinero era invertido en otro tipo de vicios. Ni siquiera la homosexualidad reprimida, aquella a la que a veces libero para que juegue tranquila, logró abrir sus alas en aquel consultorio “médico”.
Sin mirar atrás, corrí, salté un par de acequias, esas que siempre molestan a los ebrios en San Juan y alrededores, y continué corriendo. La idea era escapar, no sé bien de qué o de quién, pero no quería mirarme al espejo que descompone mi certeza más oscura y la ilumina a través de mis ojos como diciéndome: “estoy acá”. Eso siempre me molestó. Incluso me sentía mucho mejor cuando veía a seres surrealistas a los pies de mi cama, de mi lecho. Aquellos días en los que una de las habitaciones de malabaristas era conocida en mi reducido ambiente como la “pieza del colombiano”, del que no creo que hable en ninguna otra oportunidad. Malditas acequias! Perversas acequias sanjuaninas que esperan con los brazos abiertos y que pretenden brindarte el cariño eterno del barro podrido a las 7 a.m. cuando los vecinos aún duermen. Asquerosas acequias que te atraen al mundo bizarro del día a día, acequias que te despabilan y que te dicen: “Ey compa, estás vivo, arriba, mirá hacia arriba”. Y arriba sólo veo las hojas de las moras que me saludan distantes, sobrias, incluso distraídas. Y justo acá recordé lo que decía Pappo, “todas las mañanas son iguales”. Pero no era así, sabía que no era nada igual, ninguna mañana, ninguna noche, ni siquiera una siesta era igual a la otra. Siempre con eso de desestructurar, la antitesis de cualquier arquitecto, ingeniero civil o algo similar. La idea era innovar, descubrir, probar lo distinto; hacer lo que la sociedad te dice que esta mal, ahí esta la clave, en la periferia, a los costados, en los bordes, por abajo.

Nota: esto es un borrador, adelanto, de una producción más extensa que se editará sólo en versión papel durante este año.